«Salud mental y desarrollo sustentable», columna de Juan Pablo Jiménez en la inauguración de Seminario MIDAP

//«Salud mental y desarrollo sustentable», columna de Juan Pablo Jiménez en la inauguración de Seminario MIDAP

Esta columna corresponde a la introducción del director de MIDAP, Juan Pablo Jiménez, en el Seminario “Diálogos sobre Salud Mental y Desarrollo Sustentable”, realizado el 24 de mayo de 2022.

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Quisiera comenzar entregando algunas ideas sobre el origen del Seminario “Diálogos sobre Salud Mental y Desarrollo Sustentable”, que surge del corazón mismo de la misión de nuestro Instituto de Investigación en Depresión y Personalidad. MIDAP es un centro de investigación de excelencia que desde 2014 es financiado por la Iniciativa Científica Milenio de la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo (ANID). El objetivo principal del MIDAP es generar conocimiento científico basado en una comprensión multidimensional de la depresión en interacción con la personalidad, y así maximizar la eficacia de las intervenciones en prevención, psicoterapia y rehabilitación de la depresión. En su octavo año de funcionamiento, el equipo científico de MIDAP cuenta con más de 220 investigadores, estudiantes, colaboradores y técnicos que pertenecen a sus seis instituciones albergantes, así como a otras instituciones chilenas y extranjeras, y podemos mostrar más de 400 publicaciones en revistas científicas de circulación internacional, a lo cual hay que sumarle libros, decenas de artículos de divulgación y muchas apariciones en medios nacionales. Como Centro Milenio, MIDAP es financiado con los impuestos de todos los chilenos y chilenas. Por eso es que debemos agregar otro objetivo central: crear redes nacionales e internacionales de colaboración para difundir el conocimiento alcanzado a toda la sociedad y, sobre todo –y esto lo recalco–, producir insumos capaces de informar políticas públicas de salud mental a partir del conocimiento científico generado.

Pero –y en resumen–, ¿qué hemos descubierto en estos años de trabajo científico colaborativo? En primer lugar, que depresión es un térmico polisémico y un fenómeno de presentación muy variada y de causación compleja. Y digo polisémico porque depresión significa muchas cosas diferentes. Depresión es, desde luego, un diagnóstico psiquiátrico. Pero también llamamos depresión a la respuesta de una persona a una tragedia, como la muerte de un familiar, o a una manera pesimista de ver la vida. Estados emocionales transitorios solemos referirlos con la frase “hoy día estoy muy deprimida (o deprimido)”. Más médicamente, apuntamos a una depresión cuando inferimos un estado subyacente a quejas como fatiga, debilidad, falta de energía, insomnio, cefalea, o dolor de espalda, aunque, al revés, el estado depresivo también suele ser la respuesta o la expresión de una enfermedad médica. Sin embargo, en las últimas décadas se ha agregado al diccionario otro significado para depresión que hace medio siglo no existía y que tiene especial interés para nuestra discusión de hoy. Me refiero a la depresión como expresión de malestar social. En este sentido, uno de los graffiti que vimos en los muros de Santiago en octubre del 2019 impacta por la interpretación del estallido que deja ver. El rayado –categórico–, pregonaba: “No era depresión, era capitalismo”. Es como si una persona se hubiera dado súbitamente cuenta de que la razón de su malestar y sufrimiento no era atribuible a una enfermedad individual, sino que fuera la manifestación, en él o en ella, del sistema económico imperante en la sociedad entera (recuerden el grito de aquellos días: “Chile despertó”). Hubo otro rayado que fue aún más explícito. Decía: “Esta es la rabia contenida que trataron de eliminar con fluoxetina”, lo que significa: (1) La depresión es rabia contenida o reprimida; (2) en virtud de la transformación en depresión de la rabia producida por el malestar social, el Estado entrega al sistema de salud la tarea de contenerla a través de los fármacos. Quizás en estos dos graffitis se encuentra muy condensadamente uno de los temas que queremos desentrañar en los diálogos de hoy. Dicho de manera general: ¿Hay alguna interacción, y si la hay, cuál es ésta, entre el modelo de desarrollo y de sociedad que ha sido dominante durante las últimas décadas en Chile y la salud mental? Y, otra pregunta relacionada a la anterior: Una sociedad más saludable en términos mentales, ¿tendrá algún impacto en el desarrollo del país? Pero, vamos por partes y partamos poniendo la atención en algunas cifras.

¿Hay alguna interacción, y si la hay, cuál es ésta, entre el modelo de desarrollo y de sociedad que ha sido dominante durante las últimas décadas en Chile y la salud mental?

Antes que nada, hay que decir que, si bien hablamos de depresión, los datos que se refieren a ella se pueden generalizar a todos los llamados trastornos comunes en salud mental, a saber, además de la sintomatología depresiva, la ansiedad, las descompensaciones de enfermedades psiquiátricas previas y de trastornos de personalidad, los trastornos por estrés, el abuso de sustancias y de alcohol, entre otros. El conjunto de estos trastornos son el motivo de consulta psicológico-psiquiátrico más frecuente en todos los niveles de atención, desde el nivel primario de salud hasta las consultas privadas. Desde hace mucho tiempo se sabe que las consultas por trastornos mentales comunes aumentan en períodos de convulsión social, sean estos producidos por desastres naturales, como los terremotos, o por motivos sociales como guerras y otras graves alteraciones de la vida cotidiana. Las cifras de depresión son entonces un indicador confiable de la salud mental general.

En Chile, quienes trabajamos en temas relacionados con la salud pública y las ciencias sociales, venimos detectando un alza importante de la depresión desde los años noventa. Antes de la pandemia teníamos un 20% más que el promedio mundial. Pero, en los últimos años hemos aprendido más sobre la distribución desigual de la depresión en nuestra población. En el mundo, sabemos que las mujeres presentan un doble de depresión que los hombres. Sin embargo, la última Encuesta Nacional de Salud del año 2017 (MINSAL), mostró cifras que nos alarmaron y exigieron buscar una explicación. A diferencia del resto del mundo, donde la proporción es de 2:1, en Chile, por cada hombre deprimido, hay cinco mujeres con el diagnóstico de depresión (5:1). Estudios posteriores a 2017 mostraron que esta proporción era igual al resto del mundo en la población de mayores ingresos y que quienes incrementan la cifra chilena son las mujeres pobres y con poca educación. Empezamos entonces a visualizar algo que sabíamos ya por otras investigaciones, a saber, que los padecimientos mentales, al igual que el resto de las enfermedades médicas se distribuyen desigualmente en la población, dependiendo del nivel socioeconómico, del entorno urbano, de las condiciones de la vivienda, del acceso a áreas verdes, al trabajo y a la educación de calidad o a otros servicios básicos, etc. Esto es lo que los salubristas denominan desde hace tiempo como los “determinantes sociales de la enfermedad”. Nuestras propias investigaciones en MIDAP han agregado otra especificación a los determinantes sociales. Me refiero al papel de la adversidad temprana en la causación de los trastornos de salud mental en la edad adulta. Los psiquiatras y psicólogos hemos sido educados en la teoría médica de la vulnerabilidad, que plantea que un trastorno de salud mental surge en una persona “vulnerable”, es decir, una que porta una debilidad preexistente, aunque latente, y que hace un trastorno manifiesto cuando se enfrenta a situaciones estresantes actuales que no puede superar. Hemos descubierto que esta vulnerabilidad, que solíamos atribuir a factores genéticos o familiares más bien vagos, es en realidad el producto de la interacción permanente entre el individuo y un ambiente psicosocial adverso, donde, de manera impresionante, destaca el rol etiológico del trauma temprano. Los estudios epidemiológicos internacionales muestran que la exposición a una o más experiencias infantiles adversas relacionadas con el abuso y el maltrato infantil psicológico, físico o sexual, representa, en una población, el 54% del riesgo atribuible de depresión, el 67% del riesgo atribuible de los intentos de suicidio y el 64% del riesgo atribuible a la drogadicción. Si consideramos que sabemos que los eventos traumáticos del último año representan el 17% del riesgo atribuible de padecer depresión, tenemos que la vulnerabilidad es el producto, en más de un 70%, de causas que provienen de un medio ambiente humano que, digámoslo derechamente, nos enferma. Por su parte, la tercera ola de la Encuesta longitudinal de la Primera Infancia del 2017 (Ministerio de Desarrollo Social y Familia), mostró que más del 63% de los 17.000 padres encuestados confesaron aplicar algún método de educación violenta con sus hijos, donde el principal método es el maltrato psicológico. Si alguien tiene dudas de que la violencia en nuestro país es estructural y que, adicionalmente, el Estado de Chile viola sistemáticamente los derechos de las niñas, niños y adolescentes que están bajo su tutela, les recuerdo el lapidario informe de la PDI que el año 2017 investigó 240 hogares de menores: En el 100% de los centros administrados por el Servicio Nacional de Menores, Sename, y en el 88% de los gestionados por particulares, se constataron 2.071 abusos, 310 de ellos con connotación sexual. Es decir, menores que han sido encargados al cuidado del Estado porque en sus familias de origen habían sido abandonados o maltratados, son retraumatizados ferozmente en el Sename, psicológica, física y sexualmente. Esos menores extremadamente traumatizados serán posteriormente adultos deprimidos, maltratadores de la pareja y de los hijos, delincuentes, adictos a drogas, presa fácil del narcotráfico o portadores de trastornos graves de personalidad y, finalmente, pacientes de un sistema de salud sobrepasado.

Empezamos entonces a visualizar algo que sabíamos ya por otras investigaciones, a saber, que los padecimientos mentales, al igual que el resto de las enfermedades médicas se distribuyen desigualmente en la población, dependiendo del nivel socioeconómico, del entorno urbano, de las condiciones de la vivienda, del acceso a áreas verdes, al trabajo y a la educación de calidad o a otros servicios básicos, etc.

Se podría objetar, y con razón, que la violencia doméstica es un rasgo cultural antiguo en nuestro país y que no puede ser atribuido al modelo de desarrollo económico aplicado en los últimos 40 años. Debemos entonces enfocarnos en la relación entre desarrollo económico y salud mental. Para introducirlos a este punto permítanme contar una anécdota personal del año 2010 que me despertó todas las alertas. En esa época yo era profesor visitante de la University College London, en una Escuela de Verano anual que reunía a jóvenes investigadores en salud mental de todo el mundo. En esa ocasión, una joven psiquiatra abrió su presentación diciendo: “Antes de presentar mi proyecto de investigación, voy a mostrarles Corea del Sur… les voy a comentar algunos datos de mi país del año 1950… teníamos un ingreso per capita muy bajo… ahora tenemos un ingreso muy alto por persona… éste es el crecimiento acelerado de Corea”. Luego nos mostró un gráfico del crecimiento del suicidio y la curva era igual a la del crecimiento económico. Me sentí impactado y le dije: “En Chile está pasando lo mismo”. Todo esto fue antes del año 2014, año en que se publicaron los datos de un estudio de la OCDE donde, justamente, se señala que Corea del Sur y Chile eran, hasta esa fecha, los países con el crecimiento más acelerado del suicidio, y que ese crecimiento se correlacionaba perfectamente con la respectiva curva de crecimiento económico, medido por el PIB. Eso sí, el nuestro era más bajo, porque habíamos crecido menos que Corea. Recuerdo haber pensado entonces que las cifras confirmaban una impresión que tuve cuando en los noventa volví después de cinco años de estudiar en Alemania, un país desarrollado, y me encontré con un país algo eufórico, convencido de que el aumento explosivo del consumo y del bienestar material colocaba la felicidad de todos al alcance de la mano. A estas alturas parece una perogrullada decir que las necesidades de las personas y de las comunidades se han ido haciendo más complejas en la medida en que hemos ido buscando ese tan anhelado país desarrollado. Si bien los investigadores en salud mental estudiamos la realidad desde la subjetividad, esto es, desde la percepción y de la primera persona, y no desde los datos “objetivos”, en tercera persona, como lo hace la ciencia económica, es urgente que los economistas se planteen preguntas acerca del impacto de sus modelos desarrollistas, precisamente, en la subjetividad de las personas y comunidades, al menos planteándolo como “externalidades” de la aplicación de los modelos. Si algo nos ha enseñado la crisis social y política en la que nos encontramos, es que se trata de la viabilidad y, sobre todo, de la sostenibilidad de los modelos económicos, sociales y políticos. Y aquí quisiera explicar brevemente porqué en el título de este seminario hablamos de desarrollo sustentable.

Las expresiones desarrollo sostenible, desarrollo sustentable y desarrollo perdurable se aplican al principio organizador de las acciones para alcanzar los objetivos de desarrollo humano y al mismo tiempo sostener la capacidad de los sistemas naturales de proporcionar los recursos y los servicios del ecosistema en función de los cuales dependen la economía y la sociedad, atendiendo –muy especialmente– la preservación de sitios históricos y culturales. El resultado deseado es una situación social donde las condiciones de vida y los recursos se utilizan para continuar satisfaciendo las necesidades humanas sin socavar la integridad y la estabilidad del sistema natural. También puede definirse como el desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas propias. Esta definición que –no se los voy a negar–, saqué de Wikipedia, pone el énfasis en la relación entre desarrollo económico y ecosistema, aunque también incluye en este último la calidad de vida de las personas y comunidades. En esta introducción quisiera ahondar en este último punto, pues los estudios chilenos destacan la importancia de los factores subjetivos en las causas de la crisis en la que estamos. Para esto debo volver al dato de que la depresión está desigualmente distribuida en la población.

Este dato nos enfrenta con el problema general de la desigualdad social y su impacto en la subjetividad de personas y comunidades. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), presentó el año 2017 un estudio sobre este tema que se titula, precisamente, Desiguales, y que contiene información relevante. Para entender el impacto de la desigualdad en la salud mental y en el ánimo colectivo de las mayorías, debemos ir más allá de la discusión habitual sobre la desigualdad de ingresos o al dato de que algunos poseen más recursos que otros. Ese dato, que pertenece al ámbito de la macroeconomía, no nos aporta demasiado; más aún, muchos economistas, sorprendidos por el estallido social y sus demandas, han esgrimido el hecho, por lo demás verdadero, de que Chile no es el país de Latinoamérica con mayor desigualdad de ingresos e, incluso, que la desigualdad medida por el índice Gini, había disminuido en el país durante los últimos años. Por esto el informe del PNUD define las desigualdades sociales de manera más amplia, como las diferencias en dimensiones de la vida social que implican ventajas para unos y desventajas para otros, que se representan como condiciones estructurantes de la vida, y que se perciben como injustas en sus orígenes o moralmente ofensivas en sus consecuencias, o ambas. Entonces, para entender qué implica la desigualdad social, debemos adentrarnos en la subjetividad de la gente, en lo que piensa y siente el “ciudadano de a pie”, en cómo se perciben las diferencias en distintas dimensiones de la vida en sociedad.

Entonces, no nos basta con saber que hay una masa de trabajadores que tiene bajos ingresos. El informe del PNUD nos indica que casi un 90% de los trabajadores de las clases medias altas y un 83% de los trabajadores de las clases medias declaran que el ingreso total de su hogar “les alcanza bien” o “les alcanza justo”. Lo mismo es cierto para solo un 58% de los trabajadores de las clases medias bajas, y para apenas un 47% de las clases bajas. Entonces, para una enorme cantidad de trabajadores chilenos, el salario simplemente no es un soporte eficiente para salir adelante y eso produce un estado de permanente inseguridad. Se agrega el que quienes tienen bajos ingresos tienen trabajos más precarios e inestables. Y aquí también entra el tema de las pensiones. A la desigualdad que se origina en los bajos salarios se suma la que produce un sistema de pensiones que no provee los medios de vida requeridos para la vejez. Todas estas dimensiones de desigualdad son peores en las mujeres, ellas tienen trabajos más precarios, salarios y pensiones más bajas que los hombres del mismo nivel socioeconómico. Si consideramos que casi el 50% de los hogares chilenos tiene jefatura femenina, que el 50% de los niños de 0 a 12 años se concentra en los dos quintiles más bajos, que el 55,7% de los hogares con jefatura femenina son monoparentales, y que los hogares monoparentales de jefatura femenina se concentran también en los quintiles más pobres de la población, podemos apreciar la carga que nuestra sociedad impone sobre las madres de menores ingresos, las más deprimidas.

Pero donde la desigualdad irrumpe en la vida cotidiana adquiriendo caracteres irritantes, es en el trato social diferenciado que reciben las personas debido a su posición en la estructura social. En Chile, las desigualdades cristalizan en modos de interacción, en cómo las personas son tratadas, en cómo respeto y dignidad se confieren o deniegan en el espacio social. En la encuesta PNUD-DES 2016, el 41% de la población encuestada declara haber experimentado en el último año alguna forma de malos tratos, desde ser pasado a llevar, ser mirado en menos, ser discriminado o tratado injustamente. Consultadas las personas sobre las razones, la clase social (43%) y ser mujer (41%) aparecen a considerable distancia de todas las demás como las razones más frecuentes de la experiencia de malos tratos. En tercero, cuarto y sexto lugares aparecen razones íntimamente ligadas a la posición social de las personas: el lugar donde se vive (28%), la vestimenta (28%) y el trabajo u ocupación (27%).

Creo que no necesito explayarme sobre este punto. Muchos, si no todos, tenemos la experiencia doble de habernos sentido discriminados o maltratados o, al revés, de haber discriminado o maltratado a algún prójimo por su condición social. Las experiencias de maltrato suceden en especial en el lugar de trabajo, en los servicios de salud y en la calle. Basta recorrer la ciudad de Santiago para comprobar que existen varias ciudades distintas con distintos niveles de acceso a los servicios básicos y a áreas verdes y de recreación.

Pero, la molestia frente a la desigualdad no es generalizada, sino que se concentra en tres aspectos especialmente irritantes. Estos son las desigualdades de acceso a la salud y a la educación, y en que a algunas personas se las trate con mayor respeto y dignidad que a otras. El 45% de las personas de clase baja indica que nunca o casi nunca son tratadas con respeto en los servicios de salud, el 44% opina lo mismo cuando el trato proviene de personas de clase alta y el 31% cuando proviene de carabineros. Todo esto es algo que se fue haciendo cada vez más irritante en los últimos años hasta el punto de explotar en el estallido de octubre.

Debemos concluir que, aunque no se declare públicamente, el modelo económico imperante en los últimos 40 años, custodiado por la Constitución del 80, ha ido más allá de la economía, estableciéndose como una ideología dominante, es decir, en un conjunto normativo de emociones, ideas y creencias colectivas, compatibles entre sí y especialmente referidas a la conducta social humana. Las ideologías describen y postulan modos de actuar sobre la realidad colectiva, ya sea sobre el sistema general de la sociedad o en uno o varios de sus sistemas específicos, como son el económico, social, científico-tecnológico, político, cultural, moral, religioso, medioambiental u otros relacionados al bien común. Así, impuesta por la dictadura, la ideología neoliberal ha sido tremendamente exitosa en impregnar todas las esferas de la vida cotidiana y, en grados variables, de la subjetividad de los miembros de la sociedad.

Debemos concluir que, aunque no se declare públicamente, el modelo económico imperante en los últimos 40 años, custodiado por la Constitución del 80, ha ido más allá de la economía, estableciéndose como una ideología dominante, es decir, en un conjunto normativo de emociones, ideas y creencias colectivas, compatibles entre sí y especialmente referidas a la conducta social humana.

Por cierto, a estas alturas del proceso de deliberación social que ha significado la Convención Constitucional, surge la pregunta: ¿Basta un cambio del marco constitucional para que se produzca una transformación de las condiciones locales que determinan el malestar subjetivo y la deteriorada salud mental? ¿Basta una nueva constitución que proclame una sociedad democrática y social de derechos para que, automáticamente, se incrementen el bienestar y la calidad de vida de personas y comunidades y con ello, disminuyan los índices en salud mental? Sin lugar a dudas la respuesta es no. Serán necesarias una serie de leyes que sustenten políticas públicas adecuadas que rellenen de carne el esqueleto de la nueva Constitución. Es en este punto en donde los investigadores e investigadoras en salud mental y los científicos y científicas sociales deberemos trabajar codo a codo con las y los legisladores. Espero que una vez que las turbulencias sociales se hayan aquietado, el mundo académico, los legisladores y, en suma, la sociedad entera, empiecen a plantearse estos temas.

 

2022-05-27T10:27:47-04:00
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